CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
SALA DE CASACIÓN PENAL
EYDER PATIÑO CABRERA
Magistrado ponente
SP15562-2014
Radicación N° 40458
(Aprobado Acta N° 385)
Bogotá D.C., doce (12) de noviembre de dos mil catorce (2014).
VISTOS
Mediante sentencia del 9 de noviembre de 2012, el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Neiva declaró autor penalmente responsable al doctor Jorge Giraldo Ramírez, en su condición de Juez Promiscuo Municipal de Nátaga (Huila), del delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto. Como pena principal, le impuso un salario mínimo legal mensual de multa, al igual que la pérdida del cargo público.
Ante ello, el procesado presentó y sustentó el recurso de apelación, al paso que el defensor adicionó la argumentación de aquel. Procede entonces, la Sala, a pronunciarse al respecto.
HECHOS
En el pliego acusatorio de segunda instancia, se compendiaron así:
Denunció el abogado de la Defensoría Pública de Neiva, Juan Carlos Ortiz Rivera, al doctor Jorge Giraldo Ramírez, Juez Promiscuo Municipal de Nátaga (Huila), porque durante una audiencia pública celebrada en su despacho el 28 de septiembre de 2005, a partir de las tres de la tarde, en el proceso contra Faiver Humberto Pérez Ardila, por el delito de inasistencia alimentaria, donde actuaba como defensor, que por haber acudido media hora después de la cita oficial (2:30 p.m.) en razón de haber soportado daño en el vehículo donde se transportaba con la Fiscal, los sometió a tratos degradantes y humillantes mientras les reclamaba por el incumplimiento y el respeto debido, sin permitirle dejar constancia de la causa de la demora y tampoco de la respuesta a sus expresiones groseras y atentatorias de sus derechos.
Que el juez en todo momento adujo ser autónomo y supremo director de la audiencia pública, orientando el contenido del acta y llegando al extremo de decirle: “abogadillo, debería irse a coger plátanos, yucas y cebollas porque con la justicia no se juega”, terminando por solicitar la presencia del Comandante de Policía del municipio, de modo que hasta le corregía e increpaba por el modo de sentarse, los movimientos y las palabras que decía, a tal punto que por su estado de nerviosismo y perturbación no pudo adelantar la defensa de su cliente, y la fiscal irrumpió en llanto ante los desafueros del funcionario judicial”.
SÍNTESIS PROCESAL
1.- Frente a la denuncia instaurada por el abogado Juan Carlos Ortiz Rivera, la Fiscalía Tercera Delegada ante el Tribunal de Neiva, el 26 de octubre de 2005 dio inicio a la investigación preliminar, dentro de la cual el 22 de mayo de 2007, decidió abstenerse de iniciar instrucción, medida que revocó su superior el siguiente 13 de septiembre.
2.- El 26 de septiembre de 2007, abrió formalmente la instrucción y, el 29 de abril de 2008, escuchó en indagatoria al doctor Jorge Giraldo Ramírez.
3.- El 3 de marzo de 2010 se acusó a Giraldo Ramírez como presunto autor responsable de la conducta ilícita de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto, según el artículo 416 del Código Penal, proveído que fue confirmado por la Fiscalía Séptima Delegada ante esta Corporación, el 30 de junio de 2010.
4.- Ejecutoriada la resolución de acusación, se recibió el asunto en el Tribunal Superior de Neiva. Allí, se realizó la audiencia preparatoria el 2 de diciembre de 2010, la de juzgamiento culminó el 8 de mayo de 2012 y, se emitió sentencia de carácter condenatorio, el 9 de noviembre de la misma anualidad.
SENTENCIA APELADA
En el fallo de primera instancia se acomete, antes que lo demás, lo relativo a la petición nulidad de la actuación por no haberse resuelto la situación jurídica del procesado. Con fundamento en la sentencia CSJ SP, 9 Mar. 2011, Rad. 35615, el Tribunal determina que es improcedente y la niega. Básicamente, indica que el mecanismo se activó luego de la audiencia preparatoria, pero debió hacerse en dicha diligencia.
Posteriormente, enlista cada una de las actuaciones del justiciable materializadoras del reato por el que se le acusó. De ahí, que aborde i) su negativa a registrar las constancias en el acta de audiencia conforme lo pidió el abogado, ii) la orden de remitir al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses al defensor Juan Carlos Ortiz Rivera, iii) la determinación de que la Policía Nacional hiciera presencia en el recinto en donde se evacuaba la vista pública. Igualmente, aludió a la “sospecha” del implicado frente a la prueba de cargo.
i) El a quo da por cierto que el procesado, quien así lo admitió, se opuso a que el denunciante consignara en el acta de audiencia del 28 de septiembre de 2005, los motivos de su retardo a dicha diligencia judicial; contrariamente, no conviene en que Giraldo Ramírez justifique su proceder sosteniendo que la intervención del defensor debía limitarse a analizar la situación de su asesorado Faiver Pérez Ardila, acusado del delito de inasistencia alimentaria y jamás a excusar su impuntualidad, porque esto emergía impertinente.
Reconoce que el artículo 407 de la Ley 600 de 2000, le asigna el último turno de intervención a la defensa técnica, aparte de otorgarle al juez facultades en orden a evitar que los sujetos procesales traten temas inconducentes.
Empero, cuestiona que el doctor Jorge Giraldo Ramírez, recriminara al abogado al hacer su arribo al juzgado, instalara la audiencia y, a lo largo de ésta, continuara criticándolo severamente sin prestar atención a las entendibles y razonables explicaciones respecto del retardo que sufrió, que por disposición suya, dejaron de ser consignadas en el acta. Todo lo cual, constituye una sumatoria de actos indicativos de extralimitación en sus funciones.
No se explica el juez colegiado de primer nivel, que el acusado prefiriera ordenar la presencia policial ante el retardo del defensor y la indisciplina que mostró en la audiencia -medida que le ocasionó cierto grado de alteración emocional al litigante-, en lugar de aplicar los poderes correccionales del canon 144 ibídem.
ii) Para el Tribunal, resultó arbitrario e injusto el hecho de que el justiciable ordenara por fuera de un proceso asignado, que el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses conceptuara acerca de la capacidad mental del denunciante y, como no se presentó, le oficiara a la Sala Disciplinaria del Consejo Seccional de la Judicatura del Huila, sugiriendo que se le investigara, pretensión que no prosperó.
Argumenta que ninguna norma faculta al juez para indagar si un defensor presenta anomalías mentales y mal puede servir a ese fin, su subjetiva opinión, más aún cuando carecía de competencia para conocer de procesos sobre discapacidad mental absoluta. Además, de acuerdo al artículo 1503 del Código Civil, la capacidad legal se presume.
iii) La sentencia recurrida niega que se haya presentado algún suceso anormal como el que el implicado le atribuye al denunciante, consistente en que fue indisciplinado en la audiencia pública que realizaba, por lo que concluye que ninguna justificación acompañaba el llamado a la policía, cuyos efectivos concurrieron al estrado.
Resalta la declaración de la fiscal Martha Libia Liscano Quevedo, sujeto procesal en dicha vista pública, a partir de la cual asume que la anormalidad provino de la actitud de constante hostigamiento que el juez mostró frente al abogado, al que también le hizo ver que “su cargo era de origen político y no de concurso como el suyo; que podía repetir lo sucedido en caso anterior cuando ordenó retirar a otro defensor de apellido Castro, por haberlo irrespetado; e incluso llegó a reprocharle hasta la forma de sentarse, la postura de sus manos y piernas, si miraba o no”1.
A ello, suma la versión de Bruno Pérez, quien por su condición de deponente en la aludida diligencia, presenció que el juez se dedicó a “echarle cantaleta” al abogado y a la fiscal por haber llegado tarde; le increpaba a aquél, la forma de sentarse y los movimientos de sus pies, sobre lo cual dejó constancia, pero no respecto de lo solicitado por el defensor, cuyo comportamiento jamás fue grosero ni arrogante materializó, solo que le timbró el celular por lo que el juzgador aprovechó para incrementar los reproches y enrostrarle la autoridad que ostentaba.
Recuerda que el testigo, refiriéndose al implicado, afirmó: “en una palabra humilló al abogado y a la fiscal” y, de esa manera, resumió su comportamiento respecto de dichos sujetos procesales. Aparte de ello, dio cuenta del llamado de la policía por parte del juez, pero no del hecho que motivó ese requerimiento.
Pone de presente, las atestaciones de Yuri Latorre Capera y Alba Nury Coronado Yacuma y expone que aquel en su condición de efectivo policial concurrió ante el llamado del juez y esperó afuera del recinto de la audiencia, desde donde escuchó los llamados de atención que éste les hacía al abogado y a la fiscal, quienes les explicaron que llegaron tarde porque se averió una rueda del vehículo, lo cual el funcionario no aceptó, incidencias que también captó aquella testigo, a las que adicionó lo relativo a lo sobresaltado que se encontraba Giraldo Ramírez y su negativa a permitirle a los ofendidos el uso de la palabra.
El Tribunal examina detenidamente la versión en juicio de Juan de Jesús Segura Ochoa. Ello, por cuanto que, a pesar de haber indicado que no observó antipatía o irrespeto en el denunciante, perdió espontaneidad al ser interrogado por el acusado; pese a ello, insistió en que Ortiz Rivera respondía a una persona disciplinada.
Plantea que por más apasionado que pudiese ser Giraldo Ramírez no tenía por qué darse a la tarea de maltratar a los sujetos procesales, solo porque el defensor hiciera algún movimiento con los pies y las manos, cuando ello es expresión de la especie humana y, en su caso, además, consecuencia del estado nervioso al que se vio abocado por el excesivo rigorismo impuesto por el director de la audiencia, que dicho sea de paso, ninguna alteración mostró. Contrariamente, es decir, si el defensor hubiera insultado al togado judicial, dice, éste gozaba de las facultades correccionales estipuladas en el artículo 144 de la Ley 600 de 2000 y, válidamente, podía hacer uso de las mismas.
Entonces para el a quo, las motivaciones del acusado con miras a requerir la presencia de la fuerza pública, rayan con el mero capricho, y ello conllevó agravios al denunciante, en tanto que, experimentó un impacto emocional, que le imposibilitó presentar su discurso en la audiencia.
iv) La Sala de primera instancia, desestima el reproche que el implicado le hace a los testimonios de Bruno Pérez, Yuri Latorre Capera y Martha Libia Liscano.
Respecto del primero, a quien recordó como un testigo que asistió a la audiencia en donde se suscitaron los hechos, sostuvo que ningún interés “protervo” persigue en las resultas del proceso, aserción que funda en la afirmación de Pérez referente a que el acusado no se expresó soezmente, pues, asume el Tribunal, le quedaba muy fácil aseverar lo contrario si hubiera querido ser malintencionado. Añade, que mal podría tener reservas de ese declarante, por el hecho de haberle aportado sus datos al quejoso, toda vez que es entendible que éste, si ya tenía en mente denunciar al juez, se los solicitara con el fin de citarlo posteriormente.
En cuanto al policial Latorre Capera, la primera instancia admite que al testificar en el juicio contra Giraldo Ramírez arguyó que cuando llegó y se situó fuera del despacho en donde éste se encontraba en audiencia, escuchó todo normal. Sin embargo, recuerda que instantes posteriores adujo lo que había sostenido en otra declaración concretado en que escuchó cuando dentro del juzgado se mencionaba que el carro del abogado se pinchó al desplazarse a cumplir con la diligencia.
Aborda luego, lo acontecido con la fiscal Liscano Quevedo para señalar que su dicho ninguna desconfianza le merece, por el hecho, según el acusado, de reírse cuando lo vio salir de la audiencia en el Tribunal, donde ella momentos antes testificó y rompió en llanto, pues de ahí no se sigue una actitud dudosa, dado que un auténtico estado de ánimo puede tener diferentes manifestaciones externas.
Repara en que el acusado ningún aporte que evidenciara cualquier relación sentimental entre la fiscal Liscano y el denunciante, hizo. Teniendo de presente que ambos la negaron y le atribuyeron la tristeza que ella experimentó a la expresión de angustia y nerviosismo de Ortiz Rivera a raíz del trato injusto inferido por el juez procesado, refiere que se trata de un aspecto inescrutable por corresponder al derecho a la intimidad de la funcionaria.
En la sentencia se desecha que, como consecuencia de la declaración que en favor del justiciable rindiera Juan Segura Ochoa, ex subalterno suyo, la fiscal Liscano hubiera interferido negativa y efectivamente en su aspiración de ser trasladado a otro juzgado. Esa afirmación, la apoya en el hecho de que el mismo empleado judicial dijera que no lo podía asegurar y, estima al respecto, que ese evento debió denunciarse oportunamente.
Por último, en el fallo de instancia se pone en tela de juicio que el procesado, en medio de la audiencia, le haya dicho al denunciante “abogadillo, váyase a coger yucas y plátanos”. Ello, por cuanto, aquel y su dependiente judicial, lo negaron y los demás testigos no escucharon esas expresiones, aparte de que el quejoso se mostró impreciso al respecto.
A partir de esa fundamentación, el a quo dio por reunidas las exigencias del fallo de condena y le impuso al doctor Giraldo Ramírez las penas anteriormente indicadas.
FUNDAMENTOS DE LA IMPUGNACIÓN
Del memorial presentado por el acusado como sustentación del recurso que interpuso, al igual que del libelo radicado por la defensa, a través del cual adiciona los argumentos de su asistido, se desprende:
Se debe declarar la nulidad de la actuación porque faltó resolver la situación jurídica y no puede acogerse la postura del Tribunal para negarla, cuando basado en la jurisprudencia2, señaló que debió solicitarse en la audiencia preparatoria, pero hay que ver lo imposible que se sugería hacerlo en dicha diligencia, toda vez que es anterior al mencionado criterio de autoridad.
La misma declaratoria surge imperiosa al dejarse de tomar, nuevamente, el testimonio de Bruno Pérez, tal y como se ordenó dentro del juicio, pues aunque fue citado, no compareció y tampoco se aplicó alguna medida para obligarlo a cumplir con ese deber.
De esa manera, se quebrantó el debido proceso conforme lo refiere el criterio de autoridad3 en el sentido que se vulnera esa garantía cuando quedan sin practicarse las pruebas decretadas.
Resulta inadmisible sostener que la misma persona había declarado durante la investigación y, consecuentemente, dimanaba innecesario que hiciera lo propio en la fase de juzgamiento, en tanto que nadie puede negar que la nueva versión hubiera podido ser tenida en cuenta en el fallo como se hizo con los nuevos relatos de Juan Segura Ochoa y Nury Coronado.
Faltó realizar la crítica probatoria a los testimonios de Martha Libia Liscano, Bruno Pérez y Yuri Latorre.
Por su parte, la defensa acota que la acusación contra Jorge Giraldo Ramírez versa por los hechos del 28 de septiembre de 2005; no por haber considerado que el abogado Juan Carlos Ortíz Rivera padecía de un trastorno mental, es decir, de ninguna manera, se le llamó a juicio por el delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto en concurso homogéneo.
Contrario a ello, señala, se le condenó tomando en cuenta, también, el parecer suyo frente al estado psíquico del profesional del derecho, cuando ello es posterior a la fecha indicada y esa es la razón para que en la indagatoria no se le cuestionara acerca de ese asunto, ni se le llamara a juicio al respecto, de donde se sigue que el a quo se equivocó al sentenciar por dicha circunstancia y, desconoció, de esa forma, instrumentos internacionales de derechos humanos.
Amparado en las declaraciones de Jaime Montes Lozano, Alba Nury Coronado Yucuma, Bruno Pérez Pérez, Jorge Luis Morales Otálora, Yuri Latorre Capera y Carlos Iván López Rueda, asegura que no existía de parte de su defendido animadversión respecto del denunciante, por lo que mal podía adoptar decisiones retaliatorias en su contra
Así, entiende que su proceder solo tuvo como fin darle orden a la ritualidad procesal oral y salvaguardar, facultado por normas procesales, la majestad de la justicia. Por eso, el reiterativo y excesivo reclamo que le hizo al litigante, no puede tomarse como una conducta dolosa, en tanto que sus elementos intelectivo ni volitivo se causaron, pero si se asume que de todas maneras fue reprochable lo que hizo, no puede hacerse uso del derecho penal para cumplir ese objetivo, toda vez que a la especialidad que le compete es a la disciplinaria y por esta vía ya fue sancionado.
Discrepa de la reflexión que se hace en el fallo censurado, en el sentido de que se afectó la administración de justicia, toda vez que pese al sumo retardo de la fiscal y el defensor, lo que motivó que la espera de los testigos se prolongara, Giraldo Ramírez dio inicio a la audiencia y la suspendió cuando dicho sujeto procesal manifestó que no se encontraba en condiciones de salud para alegar en favor de su defendido.
En ese orden, nada permite catalogar de arbitrario o injusto el comportamiento de su asesorado, ya que estaba salvaguardando la dignidad de los testigos, de la majestad de la justicia, el debido proceso del enjuiciado a su cargo y, de esa manera, conciliando valores superiores y finales de la Constitución Política.
Reprueba que se tenga el llamado a la policía que hizo su asistido, como un comportamiento anejo al ilícito por el que se le acusó, en tanto que es normal que esa fuerza acompañe las diligencias judiciales. De ahí, que no sea creíble que la presencia de uniformados el día de marras, hubiera afectado la psiquis del quejoso, cuando como defensor debía estar acostumbrado a actuar en medio de integrantes de esa institución.
CONSIDERACIONES
La Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia es la llamada a desatar el recurso de apelación conforme a lo reglado por los artículos 75.3 de la Ley 600 de 2000, por tratarse de una decisión proferida en primera instancia por la Sala Penal del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Neiva, en un proceso adelantado contra el Juez Promiscuo Municipal de Nátaga, por conductas realizadas en el ejercicio de sus funciones.
Con expresa observancia de los principios de limitación y no reforma en peor, contenidos en los artículos 31 de la Carta Política y 204 del Código de Procedimiento Penal de 2000, la Sala se detendrá en los aspectos impugnados.
Nulidad solicitada por el procesado.
El doctor Jorge Giraldo Ramírez señala que su situación jurídica nunca fue resuelta y ello debe tomarse en cuenta para invalidar la sentencia de primera instancia, toda vez se sugería obligatorio.
Para el citado impugnante, resulta inviable corregir la irregularidad en la oportunidad señalada por el a quo, es decir, en la audiencia preparatoria
El censor pasa por alto que para solicitar determinaciones tan trascendentales como la que reclama, constituye una carga infaltable exponer los fundamentos de su aserción que en el presente evento debieron ser los agravios derivados de la omisión judicial que resalta y, lógicamente, la norma en donde encuentra asidero legal la obligatoriedad de decidir acerca de la situación jurídica frente al delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto.
De todos modos, la falencia no obstaculiza, en este caso, responder la inquietud.
La decisión que adoptó el Tribunal al respecto, se mantiene incólume frente a la censura, en tanto que el reato en consideración no demanda que la situación jurídica tenga que ser definida, pues conforme con el artículo 354 de la Ley 600 de 2000, esa actuación tiene lugar cuando se trata de delitos para los cuales proceda, como medida de aseguramiento la detención preventiva, siendo aquellos los previstos con pena de prisión mínima de 4 o más4 años, según lo estipula el canon 357.1 o, los que se encuentran enlistados en el numeral segundo del mismo precepto.
El delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto, en ninguno de esos supuestos legales encuentra acomodo, tanto por no conllevar pena privativa de la libertad como por quedar al margen de la aludida lista. En ese orden, nada autoriza alegar la imperiosidad de la resolución de situación jurídica en actuaciones procesales seguidas por dicho comportamiento y, así, surge desacertado atribuirle ilegalidad al diligenciamiento o vicio alguno de estructura; menos, de garantía.
Por otro lado, el acusado pide que se invalide lo actuado, en vista de que el Tribunal decretó la declaración de Bruno Pérez y, aunque se intentó practicar por comisionado, el testigo no asistió, pero tampoco se le obligó a comparecer.
Revisada la actuación, se constata que aunque se decretó en la audiencia preparatoria, verdaderamente no se acopió, pero aun así, ninguna relevancia engendra, dado el carácter oficioso y no rogado que determinó la aducción de ese testimonio.
La prueba que se echa de menos, fue ordenada en virtud de la iniciativa ya vista de que en materia probatoria5 gozaba el Tribunal en el caso concreto y, si bien Giraldo Ramírez ofreció un cuestionario para que el declarante lo absolviera, ello no le habilita ningún interés jurídico en orden a deprecar la nulidad de la actuación.
Justamente, esa es la razón por la que no resulta aplicable el postulado jurisprudencial contenido en la sentencia SU- 087 de 1999 al que alude el apelante, toda vez que de allí se desprende que la vulneración al debido proceso por la no práctica de pruebas se configura siempre que éstas hayan sido solicitadas por la defensa en cualquiera de su doble connotación, o sea, técnica o material y, claro, que se le decreten, sin que la negligencia o el descuido de tales sujetos procesales hayan incidido en esa omisión y ésta solo le pueda ser atribuible al capricho del funcionario judicial.
En suma, debido a que la ampliación del testimonio de Bruno Pérez se ordenó unilateralmente por el fallador de primer grado, sin que tuviera incidencia la facultad dispositiva del acusado o su defensor, ninguna irregularidad con efectos invalidantes se generó.
Análisis de los motivos de disenso.
1.- Anticipando cualquier otro aspecto, la Sala acota que no dedicará mayor espacio a la preocupación del defensor relativa a la sinrazón de haberse cuestionado en el pliego acusatorio de segunda instancia, que su representado remitiera al Instituto de Medicina Legal al denunciante Juan Carlos Ortiz Rivera, cuando el Fiscal Delegado ante el Tribunal Superior de Neiva, ninguna imputación realizó sobre ese hecho.
Lo anterior, porque los supuestos fácticos la resolución de acusación los delineó con base en los episodios que se suscitaron en la audiencia pública que por el delito de inasistencia alimentaria contra Faiver Pérez Ardila, se realizó el 28 de septiembre de 2005 y fue presidida por el Juez Promiscuo Municipal de Nátaga, doctor Jorge Giraldo Ramírez. De ninguna manera, en los que pudo haber hecho desembocar el oficio 767 del 19 de diciembre de 2005, mediante el cual dicho funcionario remitió a valoración por psiquiatría, al defensor público Ortiz Rivera.
Esa predica mantiene valor frente al hecho de que, al responder los alegatos en el calificatorio, el fiscal hubiera aludido mínimamente a ese punto, con el fin de precisar que las pruebas que luego del inhibitorio aportó el denunciante conllevaban esa información y fue cuanto lo estimuló para analizar nuevamente el asunto.
Por tanto, a pesar de que el aspecto punitivo en lo más mínimo sufrió incremento a partir de la ampliación de la imputación fáctica, se ha de hacer abstracción de la misma, dado que no es menester adoptar un correctivo mayor.
2.- Del delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto.
El artículo 416 del Código Penal, contempla el abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto, así:
“El servidor público que fuera de los casos especialmente previstos como conductas punibles, con ocasión de sus funciones o excediéndose en el ejercicio de ellas, cometa acto arbitrario e injusto, incurrirá en multa y pérdida del empleo”
La Sala, en desarrollo de su cometido pedagógico se ha interesado en el análisis de los elementos integradores de la conducta punible en sí, puesta de presente en la anterior reproducción. Al respecto, adujo.
Para la configuración del tipo objetivo es necesaria la concurrencia de los siguientes requisitos:
Sujeto activo calificado, un servidor público. El pasivo lo constituye el Estado como titular que es del bien jurídico tutelado, la administración pública.
Objeto jurídico: Protege el normal funcionamiento y desarrollo de la administración pública, la cual es perturbada en su componente de legalidad.
Objeto material: Puede ser real o personal, atendiendo si la acción recae en una cosa o persona, y fenomenológico si se vincula con un acto jurídico.
La conducta: Consiste en cometer un acto arbitrario e injusto de manera acumulativa y no alternativa, como antes se requería.
El acto puede ser jurídico o material. El primero comprende la manifestación de la voluntad de un servidor público con alcance jurídico, y el segundo, expresado como un hecho material.
Arbitrario es aquello realizado sin sustento en un marco legal, la voluntad del servidor se sobrepone al deber de actuar conforme a derecho. Lo injusto es algo más, es lo que va directamente contra la ley y la razón.
En ese sentido la Sala ha definido el acto arbitrario como el realizado por el servidor público haciendo prevalecer su propia voluntad sobre la de la ley con el fin de procurar objetivos personales y no el interés público, el cual se manifiesta como extralimitación de las facultades o el desvió (sic) de su ejercicio hacia propósitos distintos a los previstos en la ley. Y, la injusticia, como la disconformidad entre los efectos producidos por el acto oficial y los que debió causar de haberse ejecutado con arreglo al orden jurídico. La injusticia debe buscarse en la afectación ocasionada con el acto caprichoso.
Elemento normativo: La acción debe realizarse con motivo de las funciones o excediéndose en el ejercicio de ellas. Lo conceptos mismos de arbitrariedad e injusticia no tienen sentido sino dentro del ejercicio de la función pública.
El tipo subjetivo. Solo admite la modalidad dolosa, en consecuencia requiere en el servidor público que conozca la arbitrariedad e injusticia de su proceder. (CSJ AP 11 Sep. 2013, Rad. 41297).
A lo anterior, conviene agregar que el precepto en estudio precisa de aplicación solo en aquellos casos en que otro que proteja el mismo bien jurídico, es decir, la administración pública, acondicionado con sanción más cara, no logre cobijar la conducta cuestionada, como que, entonces, se trata de un tipo penal subsidiario, especialidad que es posible detectar merced a la acotación que el legislador consigna en la misma norma bajo la expresión “que fuera de los casos especialmente previstos como conductas punibles”, lo cual descarta la posibilidad del concurso aparente.
Las formas de conducta que realizan el tipo penal al que se viene aludiendo, estima la Sala, reclaman un abordaje analítico mayormente sostenido, en comparación con el que se muestra en la anterior excerta jurisprudencial.
Ello es así, porque definitivamente, es mucho lo que aquellas motivan a asignarles una concreción desde la perspectiva jurídicopenal, dado que arbitrario e injusto son términos lingüísticos que pueden ser tomados en función de criterios meramente semánticos y no del discurso típico que imponen los esquemas legales represivos correspondientes de la Ley 599 de 2000, lo que fatalmente acarrearía la materialización de reprensiones a funcionarios del nivel oficial, aun cuando sus procederes mal puedan ir en contra de los principios que orientaron el establecimiento del precepto para la tutela del respectivo bien jurídico.
En efecto, dicho empeño atiende a la necesidad de desvertebrar la probabilidad de abusar de la norma represiva y tratar de neutralizar o conjurar un remedo de abuso con uno genuino, lo cual no podría ser más desastroso, pues en ese orden, la respuesta sería inequitativa.
Por eso, para la Sala es importante volver sobre esa terminología, trayendo a colación lo que en el pasado anunció:
Es así como de tiempo atrás ha sostenido la Corporación que el marco de referencia para predicar arbitrariedad o injusticia debe estar referido al ordenamiento jurídico bajo cuya égida se desenvuelve la actuación, y de ahí que ninguno de tales conceptos pueda evaluarse tomando como guía valores diferentes a los imperativos legales que rigen y sujetan el proceder de la administración y sus agentes6, de suerte tal que tampoco será posible tildar de arbitrario o de injusto el obrar que se muestre conforme a dichas leyes.
Adicionalmente se tiene que la referida y obligada remisión al ordenamiento jurídico, como criterio límite en el juicio de tipicidad de la conducta, no se agota con el simple y llano ejercicio de comparación entre el texto de la ley y la actuación del servidor, como que aquélla vista aisladamente puede ser objeto de diversas interpretaciones más o menos acertadas cuyo grado de validez no puede entrar a discutirse como referente de verificación del injusto; por ello el examen se ha de extender a los fines que la norma cumple dentro de tal ordenamiento superior en que está inscrita, es decir, como parte de un sistema y como instrumento a través del cual se realizan ciertos principios o valores por cuya protección propende.
En ese contexto, si bien el acto arbitrario tradicionalmente se ha concebido como aquél que lleva a cabo el servidor público de manera caprichosa haciendo prevalecer su propia voluntad o privilegiándola, es decir, sustituyendo la voluntad de la ley por la suya propia para realizar fines personales que no se corresponden al interés público, de esta concepción no escapa que la realización de la función, así verificada, se concrete externamente a través de una acto que pueda identificarse como contrario a la ley7, vista ella como reflejo fiel de los valores que la misma tutela.
Así pues, la arbitrariedad del acto puede manifestarse como extralimitación de la función o como desvío de ella hacia fines no contemplados en la ley, lo que nuevamente sugiere que para tildar el acto de arbitrario no basta con acudir a la especial motivación que guió al servidor público en la realización del acto oficial censurado sino que es necesario, además, que en el plano meramente externo se manifieste el capricho como negación de la ley.
A su turno, la injusticia suele identificarse a través de la disparidad entre los efectos que el acto oficial produce y los que deseablemente debían haberse realizado si la función se hubiere desarrollado con apego al ordenamiento jurídico; en esencia, la injusticia debe buscarse en la afectación que se genera como producto del obrar caprichoso, ya porque a través suyo se reconoce un derecho una garantía inmerecida, ora porque se niega uno u otra cuando eran exigibles. (CSJ SP 20 Abr. 2005, Rad. 23285).
Bajo ese enfoque, para efectos penales, el comportamiento arbitrario e injusto, no es aquel que se conciba odioso o chocante o, altamente lesivo de la dignidad humana, de acuerdo al juicio que cada quien haga, o desde la perspectiva del profano, sino, como ya quedó visto, el que desdeñe de la voluntad de la ley y además cause una afectación teniendo en cuenta las premisas ya formuladas.
Del mismo modo, cuando se aprecia que el servidor público con ocasión de sus funciones o excediéndose en el ejercicio de las mismas, despliega actos arbitrarios y, además, injustos, los mismos deben ser escrutados a través del derecho penal, toda vez que no se trata únicamente de un incumplimiento de deberes positivados de manera concisa (art. 153 Ley 270 de 1996, art. 142 C. de P.P. de 200, para el presente evento) que debe ser enjuiciado por los entes jurisdiccionales y administrativos a expensas del derecho disciplinario, ya que la mera arbitrariedad no trasciende al ordenamiento punitivo.
Siguiendo de cerca esas premisas, se abordarán los motivos de disenso, expuestos por las defensas técnica y material.
El abogado del justiciable no está de acuerdo con el fallo condenatorio de primer nivel, porque faltó el elemento subjetivo atinente al dolo. Ello, por cuanto ningún grado de animadversión abrigaba su prohijado contra el denunciante; sus actos se contrajeron a salvaguardar la administración de justicia, por lo que asoma errado calificarlos de injustos.
Pues bien, primeramente ha de indicarse que el proceder del doctor Jorge Giraldo Ramírez, se ajustó a la descripción típica, porque en su función de director del juicio adelantado contra Faiver Pérez Ardila, sobrepasó los límites de la cordura y el respeto que deben los funcionarios judiciales a los sujetos procesales al increpar repetitivamente en la audiencia pública, con irritada actitud y palabras evidentemente salidas de tono, al defensor Juan Carlos Ortiz Rivera, luego de que éste fuera impuntual en relación con la mencionada diligencia, pero estuviera presto a presentarle una excusas ciertas, las cuales subestimó y califico de artificiales.
La Sala, contrario a cuanto verificó el fallador de primer grado, llega a la conclusión de que, por parte del incriminado, sí se dieron las ofensas consistentes en llamar abogadillo a Ortiz Rivera y mandarlo a recoger yucas y plátanos, de una parte, porque reiteradamente y con solidez, lo manifestaron la fiscal Martha Liscano y el mencionado denunciante. El que Bruno Pérez hubiese aducido que desconocía ese tópico, se explica por el hecho de no haber estado presente en el momento de ese incidente, valga decir, cuando ambos sujetos procesales hicieron su arribo al juzgado. Ahora, si Juan Segura se lo atribuyó al mismo litigante, luego lo negó y finalmente dio a entender que no recuerda, ello no alcanza a alterar el dicho de la funcionaria y el profesional del derecho.
También, ese comportamiento arbitrario del juez lo revela el hecho de censurarle a Juan Carlos Ortiz Rivera no haberse sometido a un sistema de méritos para fungir como defensor público, para de paso, enrostrarle que él sí lo hizo para acceder al cargo que ostentaba.
Igualmente, por referirle dentro de ese enrarecido ambiente que creó, que la entidad a la cual pertenecía, se llegaba por recomendaciones de amigos políticos. Por mostrarle, a todo momento, que detentaba un poder y, hacerle sentir, que éste le permitía desenvolverse, sin objeción alguna, de tal manera; por eso, pronunciaba que era quien mandaba y las cosas se hacían como él decía.
Importa no perder de vista que el implicado artificiosamente fundó los motivos para que la fuerza pública hiciera presencia en el estrado y en pos de tal fin, convirtió en irregular el más mínimo movimiento corporal y cambio de posición del ofendido, incluso, el torpe o accidental ruido que él como cualquier persona pudiera generar en uno u otro escenario.
A Giraldo Ramírez, no le bastó ese conjunto de desafueros. Sin motivo alguno, intimidó al denunciante con la presencia de los uniformados, quienes tuvieron que soportar su arrogancia al decirles que le debían obediencia, pues a ellos les manifestó que estuvieran atentos por si correspondía sacar de la audiencia al defensor.
Eso, a decir verdad, es muy diferente a que, como parte del protocolo de las actuaciones judiciales orales y en donde las circunstancias lo permitan, un agente policial acompañe al juez en el estrado para brindarle al acto una mayor solemnidad.
Y, no encaja dentro de los presupuestos que deben atenderse por parte de la autoridad judicial con miras a lograr que dicho cuerpo armado estatal acuda a su oficina, ya que una visita de esa naturaleza, debe estar precedida de un requerimiento que contenga una mínima exposición de motivos, es decir, que se prevea que va a resultar accidentada la diligencia o que esto ya se esté vislumbrando.
Además, como ya se vio, ninguno de eso fines fue el que orientó el “apoyo” de los uniformados que pidió el acusado, siendo de esa manera como se demuestra lo ilógico del razonamiento de la defensa en el sentido de que el evento corresponde a uno en donde es normal que se cuente con policías en las audiencias judiciales.
Desde otra perspectiva, conviene advertir, que es cierto que el ordenamiento jurídico impone respeto a las autoridades y ello aplica a los jueces en el desempeño de sus funciones, como lo es presidir las audiencias de los procesos que les hubieren sido asignados. No obstante, cuando se desborda el comportamiento y se hacen palpables desafiantes actitudes hacía los juzgadores, pueden así mismo, recurrir a las facultades correccionales que, igualmente, se encuentran normadas, pero se repite, a condición, de un verdadero desconocimiento a su investidura y el injustificado e inmoderado rechazo a sus decisiones.
No es legítimo entonces, que el funcionario público atormente y cause amargura a una persona porque así le place. Hay ocasiones en que los ciudadanos experimentan los mismos sentimientos, ante actuaciones de los servidores oficiales adversas a sus intereses, mas están amparadas por la ley y está claro que ninguna similitud media entre dicha hipótesis y el caso del doctor Giraldo Ramírez. Por esa razón, se cataloga de arbitrario su desenvolvimiento oficial el día de autos.
En el evento sometido a estudio, nada permite palpar que el justiciable hubiese estado predeterminado por la causa noble de la justicia, porque de haber sido así, sus actos no hubieran precipitado el mal psicológico y físico que sufrió el defensor Juan Carlos Ortiz Rivera a raíz del casi interminable maltrato que le propició, ni el deseo de apartarse de los asuntos que llevaba en el juzgado regentado por el acusado.
Tampoco, habría utilizado la institución policial nada más que para complacer sus incalmables deseos de protagonismo y de hacer notar que, aun sobre sus integrantes, se extendía su poder y le era permitido llamarlos a su antojo, como si ignorara la importante misión que se les ha confiado en guarda de la seguridad y tranquilidad de la ciudadanía.
Ninguna norma, empezando por la Constitución Política, pasando por la Ley 600 de 2000, que fue el ordenamiento adjetivo penal en virtud del cual se realizó la vista pública que degeneró en los episodios ya conocidos y terminando por la Ley Estatutaria de la Administración de Justicia, empoderan al funcionario judicial para que decida si es considerado y respetuoso con los sujetos procesales.
Todo lo contrario, solo para citar un ejemplo; obsérvese que el artículo 1º de la legislación de comienzos de siglo ya mencionada, cuanto estipula es que los intervinientes en el proceso que allí se regula, serán tratados con el respeto merecido por la dignidad del ser humano, lo cual no tiende a ser desconocido por otras normas internas que facultan llamados de atención y hasta correctivos pecuniarios y aflictivo-corporales cuando aquellos o el público asistente, desacatan los mandatos del funcionario o pretenden de alguna manera, anarquizar la ritualidad procesal, en tanto que el servidor oficial, en ese evento se limita a cumplir los dictados de la ley, dentro de los cauces debidos.
Entre tanto, la imputación subjetiva en el delito por el que se procede, es la descrita en el artículo 22 del Código Penal, entiéndase, la dolosa, siendo necesario, en aras de darla por descontada, que el sujeto agente conozca los hechos constitutivos de la infracción penal; así como también, el concurso de la voluntad dirigida a realizarlos.
En procura de dilucidar dicho aspecto ha de indicarse que al no corresponder el procesado a un ciudadano del común, del que pudiera estimarse que actúa desprovisto del conocimiento de las normas que sancionan las conductas que atentan contra la administración pública, sin mayor disquisición, es viable sostener que conocía la descripción típica del abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto.
Ello es así, porque Giraldo Ramírez es abogado y en el cargo como Juez Promiscuo Municipal, ya cumplía siete años de antigüedad, de manera que no podía extrañar que estaba siendo arbitrario, pero igualmente, injusto en el desempeño de sus funciones el día de los sucesos. Es claro que al oponerse rotundamente a que el denunciante consignara en el acta su versión de los sucesos y hacer gala de su “poder” para lograr que únicamente se plasmara allí su parecer acerca de los mismos, solo se proponía ocultar su actuar y esconder la evidencia al respecto o, no dejar que la misma se generara y, de esa forma, es que, ahora más certeramente, se comprende su pleno conocimiento previo, acerca de su actuar delictuoso.
Ahora, en unas circunstancias como las que propició y escenificó el implicado tan anómalas también para la administración pública, emerge nada plausible aceptar que actuó movido por el afán de conservar el orden debido a la audiencia que presidía, cuando lo que se capta es que quiso sobremanera, quebrantar la ley y a fe que lo consiguió.
Lo ratifica, el hecho de haber mostrado desprecio por el defensor, a través de las palabras que utilizó en cada uno de los estancos en que se puede dividir su comportamiento el día de marras, así ese trato, de mal recibo por supuesto, no lo hubiese forzado alguna clase de animadversión hacia Ortiz Rivera, pues a diferencia de como lo piensa el defensor, la ausencia de ese sentimiento, de ninguna manera inhibe el dolo que, según se analizó, emerge diáfano.
3.- En relación con el libelo del procesado, a pesar de que reserva una parte para incluir lo que denomina crítica probatoria, lo cierto es que esquiva esa labor, es decir, ningún examen asume de las aseveraciones de los testigos acerca de los acontecimientos del 28 de septiembre de 2005, para extraer sus propias conclusiones y, a partir de éstas, precisar los equívocos en que incurrió el fallador de instancia al asumir esa tarea.
Su ingenio se aparta por completo de esa imperiosa metodología, para entronizar una muy particular manera de sustentar. Tacha los testigos, las más de las veces, no por lo que dijeron en relación con los hechos, sino por la forma de desenvolverse antes y después de los mismos, por los nexos de cualquier índole que puedan existir entre ellos o los que presume, incluso, por sus actitudes y funda todo ello en simples conjeturas.
Por decir algo. El acusado anota que la declaración de Martha Liscano, la fiscal que intervino en la audiencia de autos, está contaminada por haber viajado ida y vuelta, el día de la diligencia con el defensor Juan Carlos Ortiz Rivera, por esperarlo en medio del camino existente entre pueblo y pueblo. Adicionalmente, porque incidió para frustrar que el subalterno del procesado señor Juan Segura, no fuera trasladado al juzgado de Tesalia. Incluso, según Giraldo Ramírez, por la risa de la testigo cuando lo vio al salir de la audiencia llevada a cabo en su contra.
No es un misterio que la fiscal Liscano se haya valido de la generosidad del abogado Juan Carlos Ortiz Rivera, para cubrir el trayecto entre el cruce de Nolasco y Nátaga a fin de asistir a la vista pública en cuestión, toda vez que ambos lo reconocen.
Ella explica lo tortuoso que es conseguir transporte entre su sede, o sea La Plata, y aquel otro municipio; tiene claro que son muy pocos los vehículos que prestan el servicio y la tardanza se recrudece por el hecho de que los carros solo salen con el cupo completo. Por eso, accedió cuando el litigante la llamó desde Neiva y le ofreció recogerla en la citada intersección, que se constituía en paso obligado para él, a donde llegó merced a la fineza de la defensora pública Yolima Pérez, quien la llevó hasta allí.
La fiscal tampoco negó que hubiera regresado a La Plata aprovechando que el denunciante iba para Neiva y por eso le pidió que la llevara.
Que emprendieran el viaje de regreso acompañados, no significa que lo aprovecharan para urdir un plan en contra del acusado. Si ese hubiese sido el propósito, es más lógico pensar que se ocupasen de él luego en cualquier momento, cuando la mente estuviera algo despejada, ya que nada les imposibilitaba tener más encuentros. Independiente de ello, ninguna evidencia respalda ese supuesto desleal proceder de la funcionaria y el defensor del que los culpa Giraldo Ramírez.
El acusado pretende mostrar una relación sentimental entre la fiscal y el abogado que les facilitó convenir en desprestigiarlo. La misma es negada con toda la ciencia del dicho por aquella, pues dice que lo único que tienen en común son los procesos en donde sus respectivos roles los llevan a coincidir, al paso que éste rechaza tal vinculación.
Sin embargo, el implicado para perseverar en la tesis, aduce que en determinada audiencia, no la de autos, aquel recostó su cabeza en el pecho, “senos” y “corpiño” de la doctora Liscano, siendo infirmado por ambos y será tan deleznable su señalamiento que Juan Segura el subalterno suyo, esperando compaginar con él, responde afirmativamente, pero se equivoca, no en uno, sino en dos detalles:
Primero, sitúa el incidente en la audiencia en donde se ejecutó la conducta que se juzga, mientras el acusado lo asimila a otra. Segundo, señala que el abogado apoyó su cabeza en el hombro de la doctora y ya se vio que el juez de Nátaga dio cuenta al respecto, del busto de la fiscal.
Mal podría, igualmente, ponerse en tela de juicio la versión que bajo juramento rindió la doctora Martha Liscano, con base en las etéreas y hasta pueriles manifestaciones del enjuiciado relativas a que ella soltó en risa luego de que salieran de la audiencia que llevó a cabo el Tribunal Superior de Neiva en el presente caso y, también, relacionadas con una supuesta visita que le hizo al juez de Tesalia para que desacatara la orden de trasladar a su juzgado a Juan Segura, quien se desempeñaba en el que estaba a cargo del procesado. La razón, nada de ello aparece acreditado y si hubiese sido así, tampoco se probó, al menos en cuanto a lo segundo, que ese fue el efecto que surtió la versión del mencionado acopiada durante el estadio instructivo.
En ese punto, debe destacarse que no es de recibo el documento en que el acusado afianza su aseveración, pues se trata de un oficio que Segura le envió a la Sala Administrativa del Consejo Seccional de la Judicatura del Huila, advirtiéndole “tengo pleno conocimiento” que la fiscal y la defensora pública Yolima Pérez, interfirieron de esa manera y ello malogró su traslado.
Nunca se probó la existencia de esa conspiración. Por el contrario, el acusado le preguntó al respecto, recordándole la constancia que con ese relato suscribió el declarante y Segura dijo ignorar esa situación, agregando estar en incapacidad de afirmar si la fiscal tuvo que ver en ese asunto. Fue más allá, reveló que no recordaba lo referente al documento, lo que hubiera ameritado en el interrogador, tratar de que el testigo precisara frente a ese rutilante contrasentido entre el escrito y la respuesta que acababa de dar. Por su parte, la doctora Liscano ninguna necesidad tuvo de responder al cuestionamiento sobre tal tópico, dado que fue objetado.
Al declarante Bruno Pérez, lo desautoriza en razón de que es tío de Faiver Pérez Ardila, a quien el denunciante oficiosamente defendía en el proceso en donde se suscitaron los hechos. Igualmente, en atención a que, luego de los sucesos, tuvo el detalle de invitar a los mencionados sujetos procesales a una cafetería de Nátaga. Además, porque, según Giraldo Ramírez, en medio de la audiencia, en secreto, el denunciante le dijo que lo iba a referir para que declarara y, también, lo llamó antes de que rindiera declaración en este caso.
Los soportes con los que cuenta la actuación, efectivamente refieren que el mencionado se encontraba declarando en la audiencia en que se escenificó el problema en análisis, puesto que es el tío de Faiver Pérez Ardila a quien se le estaba procesando por alimentos y cuya defensa fue asignada forzosamente al doctor Juan Carlos Ortiz Rivera.
Ninguna extrañeza suscitan las circunstancias referidas al parentesco entre el declarante y el usuario del referido litigante o que, luego de la audiencia de que tanto se ha hablado ingresara a una cafetería a tomar con éste y la fiscal, una bebida caliente y que en esa ocasión, suministrara al abogado los datos atinentes a su localización con el objeto de que lo relacionara como testigo en la eventual denuncia. Menos aún, que en la víspera lo llamara para instarlo a cumplir con el deber de ir a prestar testimonio.
Ante ello, vale la pena advertir que sí algún ciudadano considera que debe poner en movimiento el aparato de investigación estatal en aras de que se diluciden unos hechos que fueron presenciados por determinadas personas, lo normal es que las refiera en esa condición que les corresponde, es decir como testigos; aporte lo necesario en orden a localizarlas y para esos efectos, indudablemente que debe preguntarles los respectivos datos.
Si no lo hace, el esclarecimiento que espera, puede dificultarse o conllevar mayor trabajo y tomará más tiempo, sin que escape la posibilidad de que el cometido no se pueda cumplir, por falta de pruebas. Es que, como se sabe, es consustancial a la denuncia, su ampliación y ratificación, la pregunta respecto de los testigos de los episodios que se notician a la autoridad.
Además, ninguna regla prohíbe proponer como presenciales de un hecho a personas con las cuales se tenga cualquier tipo de cercanía, por cuanto se debe tener presente es que realmente tengan esa calidad y, la esencia de la crítica del testimonio apunta a esa confirmación.
Aceptar que Bruno Pérez y el denunciante aprovecharon ese momentáneo encuentro o la conversación telefónica que a instancias del segundo sostuvieron, para fraguar una declaración mentirosa, realmente que nada verosímil se ofrece, si se tiene en cuenta que el procesado así lo sostiene por mera e infundada desconfianza, sin aportar al menos, una explicación convincente.
Si ese fuera el rasero de valoración probatoria, habría que tachar cada una de las declaraciones que rindieron los subalternos de Giraldo Ramírez, quienes diferente a como lo hicieron el denunciante, la fiscal y Bruno Pérez, percibieron menos graves los hechos.
No hay que perder de vista que Ortiz Rivera y Martha Liscano, sin ninguna clase de reticencia reconocieron haberse visto al término de la audiencia con Bruno Pérez con quien tomaron bebidas calientes en una cafetería de Nátaga y en medio de ello, éste entregó sus datos porque quizás el defensor denunciaría. Acepta también, el abogado, que posteriormente, llamó al testigo diciéndole que lo iban a citar y le pidió que acatara dicho llamado.
Esa secuencia de precisiones, llevan a no tener por cierta la versión del procesado, ni lo que unilateralmente consignó en el acta de audiencia, consistente en que el denunciante Ortiz en dicho acto, estuviera “secreteándose” con Bruno Pérez en el momento en que éste rendía su testimonio.
Si, de acuerdo a cuanto expresa el implicado, el objeto de esos murmullos en la audiencia entre defensor y testigo se relacionaba con la entrega de los datos personales de éste, para qué entonces, minutos después de la diligencia, los pedían y entregaban una vez más en la cafetería.
En el juicio, el acusado trató de diversas maneras que dicho detalle lo sacara a relucir Juan Segura, quien se desenvolvía como secretario de la audiencia y, si acaso no lo negó, como sí lo hizo el quejoso, tampoco lo afirmó. Apenas dijo, en concordancia con la fiscal, que no recordaba.
Bruno Pérez al afirmar que el juez no fue grosero ni insultó a los referidos sujetos procesales, pero que sí los humilló, según Giraldo Ramírez se contradijo y ello mina su testimonio.
Empero, al observarse que el testigo, igualmente, recurrió al modelo descriptivo para hablar de la actitud del encartado, se desvanece por completo el riesgo acerca del desacierto mencionado. Indicó: “… el Juez no dejaba campo de nada, pero no era que fuera grosero, ni tampoco insultó al abogado y a la fiscal, solamente le decía palabras y sugerencias de que solamente era él quien hablaba, en una palabra humillo al abogado y a la fiscal porque no los dejó hablar ni les dejó espacio para nada”8. En diferente ocasión reiteró “… y entonces el juez no dejó hablar ni al abogado ni nada prácticamente se tomó la palabra, prácticamente humilló a los demás al abogado y a la fiscal …”9. En la misma diligencia le fue preguntado qué palabras utilizó el juez para humillar al abogado y expresó “No recuerdo bien, pero sí recuerdo dijo (sic) es que yo soy el que mando aquí, aquí las cosas se hacen como yo digo…”10. En otras dos partes de esta versión, obra que el testigo repite que el juez hacía alarde del poder que detentaba.
Mal podría concederse que el declarante se mostró ambiguo porque adujera que el juez en ningún momento fue grosero ni insultó al abogado e inmediatamente, revelara que lo humilló, si ello se aclara señalando que Bruno Pérez de alguna manera, identificó lo que para él significaban ambas aserciones. Lo grosero lo relaciona con el lenguaje soez y, la humillación, con los arranques de prepotencia y como de Giraldo Ramírez ningún término vulgar escuchó es con base en ello que deja de asignarle una actitud grosera, mas no la humillativa, la cual él mismo se encargó de explicar.
De ahí, que ningún asidero comporta la irregularidad que señala el implicado en ese punto de la versión de Bruno Pérez.
El doctor Giraldo Ramírez, desdice de la primera versión del uniformado Yuri Latorre Capera, porque anotó que escuchó al juez reclamarle a la fiscal y al abogado por llegar tarde. Pone de presente que en la audiencia el mismo declarante retiró esa aseveración y, en su lugar, acotó que se enteró del incidente porque la fiscal y el defensor le comentaron en la calle. Aparte de ello, en manera alguna cuestiona el manejo que se le dio en el fallo a esa información, actitud que denota desinterés en que el punto se revise.
Por lo demás, ninguna consideración merecen las críticas que le hace el acusado, a los procuradores y al fiscal, que como sujetos procesales, tomaron parte en la actuación procesal, ni las que enfila contra el magistrado ponente, incluso los presentimientos y las suposiciones que abriga en relación con los mismos, en tanto que, se distancian de los postulados que guían su condición de recurrente y lo único que reflejan es su desanimo al vislumbrar que dichos funcionarios cumplieron con su deber.
Correlativamente con lo analizado, se confirmará el fallo, mediante el cual se condenó al doctor Jorge Giraldo Ramírez por el delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto.
En mérito de lo expuesto, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, administrando justicia en nombre de la República y, por autoridad de la ley,
RESUELVE
Confirmar la sentencia a través de la cual el Tribunal Superior de Neiva condenó al doctor Jorge Giraldo Ramírez por el delito de abuso de autoridad por acto arbitrario e injusto.
Contra la presente decisión no procede recurso alguno.
Cópiese, notifíquese y cúmplase
FERNANDO ALBERTO CASTRO CABALLERO
JOSÉ LUIS BARCELÓ CAMACHO
JOSÉ LEONIDAS BUSTOS MARTÍNEZ
EUGENIO FERNÁNDEZ CARLIER
MARÍA DEL ROSARIO GONZÁLEZ MUÑOZ
GUSTAVO ENRIQUE MALO FERNÁNDEZ
EYDER PATIÑO CABRERA
PATRICIA SALAZAR CUELLAR
LUIS GUILLERMO SALAZAR OTERO
NUBIA YOLANDA NOVA GARCÍA
Secretaria
1 Fl. 20 de la sentencia de primera instancia.
2 Se refiere a la sentencia del 9 de marzo de 2011, radicado 35615 de esta Sala.
3 Alude en esta ocasión, a la sentencia SU-087 de 1999.
4 En el radicado 19528 20 de junio de 2007, por favorabilidad, dispuso la Corte, que en los delitos que no tuvieran señalada como pena mínima, más de 4 años de prisión, no era obligatorio resolver la situación jurídica.
5 El artículo 234 de la Ley 600 de 2000 contempla esa facultad, al señalar que el juez podrá decretar pruebas de oficio.
6 Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación penal, sentencias del 19 de julio de 2000 y 25 de julio de 2002, M.P. Carlos Augusto Galvez Argote; 24 de noviembre de 2004, M.P. Yesid Ramírez Bastidas
7 Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, Sentencias de abril 17 de 1976, M.P. Jesús Bernal Pinzón; 23 de abril de 1982, M.P. Luis Enrique Romero Soto; 6 de junio de 1990, M.P. Edgar Saavedra Rojas;
8 Fls. 122 y 123 C1.
9 Fl. 50 C5.
10 Fl. 51 C5.